Al despertar sentí el olor de un cuerpo totalmente desconocido por mi olfato. Una suave y delicada piel dormía al lado mío, con una sonrisa en la cara y un sueño -imagino- a prueba de bombas. Era agradable sentir aquello.
Me moví por la casa tratando de no hacer ruido, no preparé ningún desayuno, ni fui al -inexistente- jardín a arrancar alguna flor... no. Me dediqué a esperar tranquilamente en el salón a que se despertara ella, mientras ojeaba una revista que me había comprado el día anterior. Sin ruidos, en una plácida mañana de Domingo.
A las dos horas se despertó con la misma sonrisa y las marcas de la almohada dibujadas en su cara. No teníamos la confianza necesaria para ciertos ritos mañaneros, pero todo rodaba bien, o eso parecía.
Al rato, ella sugirió que lo mejor sería que se marchara. A donde, le pregunté. Ella me dijo que no lo sabía. Entonces encendí la tele y nos quedamos unos minutos mirando un documental sobre la construcción de un estadio gigantesco, al poco nos manoseamos de nuevo.
Era cierto que existían los Domingos entretenidos.